¿REFORMAR O SUPERAR EL MODELO?
A medida que se extiende y profundiza el descontento social fermentado por
las grandes inequidades constantemente creadas y recreadas por el modelo
económico vigente, se van tornando más numerosas y audibles las voces que se
alzan para criticar las políticas económicas que se hallan actualmente en
aplicación en Chile. Son cada vez más los que abogan por una orientación
económica distinta, basada en la definición de un proyecto nacional de desarrollo
que, tomando en consideración las necesidades, derechos y aspiraciones de la
población, se oriente a poner término a la situación de marcada desigualdad
social existente en el país.
En efecto, el cuadro de injusticias que se ha configurado al amparo de las
políticas económicas en aplicación es tan “escandaloso” -como lo calificó hace
un tiempo atrás la Iglesia Católica- que todos quienes las critican parecieran
estar hablando un mismo lenguaje. Pero si se examinan los argumentos con alguna
detención, resulta claro que esta actitud de rechazo es bastante heterogénea.
Algunos de los críticos, particularmente los que proviniendo de las propias
filas gobiernistas manifiestan hoy su desencanto por los resultados alcanzados,
pero sin aspirar a reemplazar sino tan sólo a reformar el
modelo económico imperante.
Hay quienes, intentando esbozar algún planteamiento más teórico al
respecto, han planteado incluso la necesidad de distinguir entre “modelo” y
“estrategia de desarrollo”, limitando sus críticas a esta última y postulando,
en consecuencia, la necesidad de esforzarse por lograr un “cambio de
estrategia”. Se trataría, entonces, de un cambio en el marco del modelo.
Es, por ejemplo, lo que se sostenía en un documento en que se abogaba por “un
desarrollo con justicia” hecho público a mediados del gobierno de Lagos y
suscrito por un grupo de 17 parlamentarios de distintos partidos de la
Concertación:
"Existe cierta confusión respecto a la distinción entre estrategia y
modelo de desarrollo. El modelo de desarrollo determina los lineamientos
generales del ordenamiento político, económico y social en el contexto de la
economía mundial, lo cual difícilmente puede cambiarse en un país pequeño y
abierto. La estrategia de desarrollo se refiere, en cambio, a las políticas
específicas que los estados persiguen en el contexto del modelo de desarrollo
imperante.
A nuestro juicio, es posible imaginar una estrategia de desarrollo distinta
para Chile sin alterar significativamente el modelo."[1]
Aún cuando la explicación que se suministra de tal distinción entre
“modelo” y “estrategia” está lejos de ser rigurosa, lo que no ofrece dudas es
que, a juicio de quienes la postulan, el “modelo de desarrollo” vigente sería,
dados el tamaño de nuestra economía y las condiciones imperantes en la economía
mundial, el más conveniente para el país. Parece claro, además, que por
“modelo” se alude al carácter capitalista del sistema de producción, distribución
y consumo prevaleciente en el país, y por “estrategia” al modelo neoliberal de
economía abierta, primario-exportadora, implantado en Chile a partir del golpe
de 1973, más allá de los cambios de énfasis que ha conocido a lo largo de sus
más de tres décadas de vigencia.
El problema quedaría circunscrito entonces a la “estrategia de desarrollo”,
plasmada en las “políticas específicas” con que aquél ha sido aplicado en
Chile, las que guardan una estrecha correspondencia con las orientaciones del
“Consenso de Washington”. Desde esta perspectiva, la alternativa consistiría en
diseñar y aplicar una política que, como la de gran parte de los países
europeos, muy especialmente los escandinavos, se oriente a fomentar y sustentar
una intervención más activa del Estado en resguardo del interés público. Esta
es también la orientación de política económica que desde hace varios años
viene propiciando con insistencia el ex vicepresidente del Banco Mundial y
Premio Nobel de Economía 2001 Joseph Stiglitz.
Como se comprende, ello implica postular, en clara consonancia con la
ideología liberal contemporánea, la posibilidad y conveniencia de un
capitalismo “bueno”, más civilizado y solidario, en reemplazo del capitalismo
“malo”, salvaje y egoísta, que actualmente nos rige, fruto de la reacción
ultraconservadora llevada equívocamente a cabo bajo la etiqueta de
“neoliberalismo”. En términos más específicos, de un capitalismo en que la
acción del Estado, en representación de la comunidad, se muestre capaz de poner
límites a la voracidad del gran capital y de regular su acción de modo tal que
pueda desplegarse en clara consonancia con el interés público, permitiendo así
conciliar los objetivos del crecimiento y la justicia social.
Tales planteamientos llevan a interrogarse sobre la validez y pertinencia
tanto del diagnóstico que se formula respecto del origen y naturaleza de los
problemas que encaramos como de la alternativa de solución que se nos propone
para superarlos. ¿Es efectivo que nuestros males nada tienen que ver con el
“modelo” [sistema] económico vigente y sólo obedecen a la empecinada aplicación
de una errada “estrategia [modelo] de desarrollo”? Y, segundo, ¿es efectivo
que, dados el tamaño de nuestra economía y las condiciones prevalecientes en la
economía mundial, tampoco tenemos una alternativa más conveniente que la de
mantenernos aferrados al actual “modelo”?
Estas son cuestiones cruciales que no podemos abordar con la extensión y
profundidad que se merecen en estrecho marco de un artículo como éste. Pero es
claro que, más allá de las coincidencias obvias que permiten tanto la crítica a
las políticas económicas vigentes como la necesidad de levantar un
“proyecto-país” que articule y oriente las decisiones en ese ámbito, la
incapacidad de relacionar los males que se denuncian, que son en definitiva los
males del capitalismo dependiente, con sus verdaderas causas, los límites y
condicionamientos que su condición subordinada en el marco del capitalismo
impone a este “modelo de desarrollo”, lleva a errar el blanco de la crítica y a
levantar propuestas desprovistas de base.
Por lo demás si, por su propia naturaleza, este es un debate de carácter
estratégico, ¿por qué habría que circunscribirlo de antemano al restringido
escenario de las políticas que parecen viables en el marco del “modelo”? ¿Se
trataría de plantearse entonces, en un espíritu muy propio del alma
concertacionista, la realización de los objetivos de sociedad a que se aspira
sólo “en la medida de lo posible”, entendiendo por esto lo aceptable para los
poderes fácticos que actualmente la dominan? Por esa vía llegaríamos al absurdo
de tener que aceptar como “solución” lo que, en el mejor de los casos, sólo
podría representar para la mayoría males levemente menores en comparación con
la situación actual.
Las obvias dificultades políticas de alcanzar objetivos más ambiciosos sólo
plantean como problema el de los pasos que pueden y deben darse ahora en
función de ellos, y de los ritmos con que podrían y deberían darse luego los
que resulten necesarios posteriormente, vale decir un problema de estrategia.
Pero de ningún modo resulta lógico pretender que ellas puedan llevar a definir
el carácter de los mismos, lo que equivale a decir el carácter de la solución,
ya que ésta viene necesariamente determinada por la naturaleza de los problemas
que se enfrentan. Razonar de ese modo equivaldría a permitir que los árboles
nos impidiesen ver el bosque. En este sentido, definida la perspectiva valórica
desde la que se aborda esta problemática, la solución que resulta no representa
ya propiamente una “opción”.
La globalización a que se alude representa una nueva etapa en el proceso de
concentración y centralización del capital a escala planetaria, derivada de la
profunda crisis sistémica de ese proceso de acumulación, que ha desbordado
desde hace ya largo tiempo las fronteras de los Estados-nación. Una crisis que
se expresa de múltiples formas, tanto en el plano económico (bajas tasas de
crecimiento, altas tasas de desempleo, etc.) como también político, ambiental,
cultural, etc., y con una fuerza tal que permite hablar con toda propiedad de
una formidable crisis civilizatoria, cuyas principales expresiones son las
amenazantes tendencias autodestructivas que el sistema económico-social está
engendrando a escala global, con la escalada del armamentismo y la guerra, la
catastrófica destrucción del medioambiente y las ominosas condiciones de
creciente exclusión y desigualdad social imperantes en el planeta.
En tales condiciones, la única solución “realista”, es decir acorde con el
carácter y magnitud de los problemas que enfrentamos, es, en definitiva, el
despliegue de una paciente pero firme y sostenida acción colectiva orientada a
la superación del “modelo”, es decir, del dominio despótico del capital sobre
la vida económica, social, política y cultural a escala global. Frente a la
globalización del capital no hay, por tanto, más alternativa confiable para los
pueblos que la creciente globalización de la solidaridad, buscando la creación
de un Nuevo Orden Económico y Político Internacional. Cualquier intento de
solución individual, referida a la evolución de un determinado espacio
económico nacional, como por ejemplo el nuestro, no pasa de ser un espejismo,
es decir, un proyecto condenado de antemano al fracaso, por atractivas que puedan
parecer o resultar algunas eventuales ventajas en el corto plazo.
[1] La concertación de Chile por un desarrollo con justicia, 5 de octubre de 2002. Las cursivas son del texto original.