LA BANALIZACION DEL DEBATE SOBRE EL DESARROLLO ECONOMICO
No cabe duda de que el debate público sobre el desarrollo se ha banalizado
en el Chile de hoy. Primero fue Ricardo Lagos quien, al asumir su mandato como
Presidente de la República, anunció que, gracias a las políticas impulsadas por
los gobiernos de la Concertación, Chile llegaría a ser un país desarrollado
para el bicentenario. Más recientemente, en un artículo publicado en El
Mercurio, el ex ministro de hacienda y actual canciller Alejandro Foxley volvió
a señalar que, si el país se mantenía unido en torno a los grandes consensos
políticos y sociales alcanzados bajo los gobiernos de la Concertación,
lograríamos dentro de poco alcanzar la anhelada meta del desarrollo. En su
anuncio del presupuesto 2008, el actual ministro de hacienda acaba de reiterar
el mismo planteamiento pero con la salvedad de que ahora el plazo se extiende
hasta el año 2020 y que el nivel de desarrollo prometido para entonces solo
será equivalente al de Portugal. El común denominador de todos estos reiterados
anuncios es el concepto de desarrollo involucrado y el indicador en que se
basa. Aparentemente, desarrollarse económicamente sería equivalente a crecer de
manera sostenida hasta alcanzar un determinado nivel de ingreso por habitante.
Este razonamiento, de una simplicidad que no se condice con la complejidad del
problema, es bastante similar al que los organismos oficiales acostumbran a
utilizar para “medir” la pobreza y determinar su magnitud. Así como éstos
suelen trazar imaginarias “líneas de pobreza”, así también los anuncios optimistas
sobre un país que “avanza hacia el desarrollo” suponen la existencia de ciertas
líneas imaginarias que, sobre la base del ingreso por habitante como indicador
clave, permitirían establecer la diferencia que media entre desarrollo y
subdesarrollo. Hasta ahora nadie parece haberlo señalado pero es necesario
decirlo con todas sus letras: esto es algo sencillamente ridículo, solo
expresivo de la impotencia política y la indigencia intelectual de quienes
hacen tales anuncios. La diferencia entre desarrollo y subdesarrollo no es
cuantitativa sino cualitativa. Es de carácter estructural y tiene que ver con
el tipo, calidad, dinamismo, diversificación y entrelazamiento de los procesos
productivos que se desarrollan en un determinado espacio económico y con su
capacidad de autoimpulsarse y autosostenerse de manera más o menos autónoma a
lo largo del tiempo.
Dada la naturaleza voraz e insaciablemente expoliadora y concentradora del
desarrollo capitalista, sólo impulsado por una insaciable sed de ganancias que orienta
las acciones de agentes económicos privados, bajo este sistema económico-social
Chile ha estado y está condenado a operar como una economía periférica,
proveedora de recursos estratégicos y/o comparativamente baratos para los
núcleos centrales, industrialmente desarrollados, del mismo. Sin duda, una
periferia que puede llegar a lograr altos niveles de eficiencia productiva y,
como resultado de ello y de la importancia económica relativa de los recursos
que esté en condiciones de ofrecer a los centros industriales que impulsan el
crecimiento de la economía a escala global, aceptables niveles de ingreso por
habitante. A su vez, si éstos son adecuadamente distribuidos, lo que, como
sabemos, bajo el actual modelo económico no ocurre, ello podría traducirse en
mejoras sustantivas de las condiciones de vida de la población. Todo eso es,
evidentemente, posible. Pero, aun en las condiciones más favorables que uno se
pueda imaginar, ello no significaría que, sin necesidad de dar un salto
cualitativo en la naturaleza y variedad de sus procesos productivos, fuese
apropiado considerar a dicha economía como desarrollada.
Para ilustrarlo, me voy a valer de uno de los argumentos preferidos de
quienes defienden el carácter y orientación de las políticas económicas aplicadas
en Chile a partir del golpe militar de 1973. El argumento es que siendo Chile
un país pequeño no habría para él otro camino posible que el de buscar su
integración a la economía mundial en los términos en que lo ha estado haciendo
en las últimas tres décadas. Si uno observa el caso de una economía como la
sueca, localizada en un país territorial y poblacionalmente más pequeño que
Chile, comprende de inmediato que, al menos desde un punto de vista histórico,
este es un argumento falaz. Pero además, el contraste entre las economías de
Chile y de Suecia permite apreciar bastante bien la naturaleza cualitativa de
la diferencia entre desarrollo y subdesarrollo. Mientras Chile sólo puede
venderle al mundo productos de la minería, la silvicultura, la fruticultura y
la pesca, fuertemente dependientes de su dotación de recursos naturales y de
sus condiciones agroclimáticas, y es claro que con las políticas en aplicación
lo continuará haciendo, Suecia ofrece al mundo una siempre creciente y variada
gama de productos industriales de alta tecnología (aviones, automotores,
máquinas-herramientas, centrales nucleares, dispositivos de telecomunicaciones,
etc.).
Ciertamente, tales diferencias cualitativas son el resultado del ya largo
proceso de desarrollo del capitalismo a escala mundial. Estamos hablado de un
proceso que instaló y consolidó de manera progresiva una división internacional
del trabajo que, bajo los criterios de racionalidad económica y social con que
opera este sistema, es ya prácticamente insuperable, constituye la base a
partir de la cual se crean, recrean y profundizan constantemente las grandes
inequidades que podemos observar hoy a escala planetaria. En este cuadro, la
problemática del desarrollo económico y sus desafíos actuales necesita ser
replanteada de modo que ello represente un paso hacia delante, y no un
retroceso, con respecto a los términos en que ésta logró ser examinada y
comprendida a fines de los años sesenta y principios de los setenta. Si bien es
efectivo que en el marco del capitalismo no parece haber otra opción para un
espacio económico pequeño como el de Chile que profundizar su integración
subordinada al sistema como proveedor de materias primas estratégicas (cobre y
molibdeno), insumos industriales y alimentos, también lo es que la opción del
desarrollo económico, al goce de cuyos frutos tiene derecho toda la población
del planeta, no será posible para la inmensa mayoría más que en el marco de una
economía globalmente solidaria.
Lo anterior significa varias cosas:
1. Que el desarrollo hoy es un proceso global, que se realiza a escala
planetaria y que, por la envergadura y complejidad que ha alcanzado, ya no es
más posible, como lo fue en el pasado, en el limitado espacio de un solo país e
incluso una asociación de países.
2. Asumir que en este proceso se ha llegado a un punto en que el desarrollo
de las fuerzas productivas, liberadas de todo control político efectivo, se
transforman crecientemente en fuerzas de destrucción, ejercidas no solo sobre
los pueblos y naciones de la periferia sino también sobre las condiciones de
existencia de la propia vida sobre el planeta.
3. Que, ante ello, la conclusión es que no se requiere ya mayor crecimiento
sino un tipo de desarrollo económico y social radicalmente distinto, basado en
nuevos modos de relación entre los seres humanos, no competitivos sino
solidarios, y orientado por un criterio de racionalidad económica que haga de
la satisfacción de las necesidades humanas su verdadero fin, y no solo un medio
para alcanzar otros fines, como sucede en la actualidad.
4. Que ello exige, como condición, un profundo proceso de democratización
de la sociedad, en todos los niveles, local, comunal, provincial, nacional,
regional y mundial, de modo que la economía pueda llegar a ser efectivamente
gobernada por ésta, permitiendo así cautelar tanto el bien común como los
derechos individuales, brindando efectivas posibilidades de expresión a los
intereses y aspiraciones de todos.
Limitarse por el contrario a considerar al crecimiento económico como la única vía posible para enfrentar los muchos y graves problemas que hoy afectan a la humanidad es pecar de una gran falta de visión acerca de la naturaleza y envergadura de esos problemas. Y si bien esa es la única visión que puede ser congruente con la lógica de la valorización del capital que orienta y mueve a una economía capitalista como la actual, ella no conduce al anhelado objetivo del desarrollo sino, por el contrario, nos lleva inexorablemente al abismo de nuestra propia autodestrucción. El desarrollo inherentemente contradictorio del capitalismo ha conducido a la humanidad a la más grave crisis civilizatoria de su historia precisamente en el momento en que las condiciones materiales creadas por el desarrollo de la ciencia y la tecnología abren por primera vez posibilidades reales de brindar a todos los seres humanos del planeta el acceso a una vida suficientemente digna, segura y confortable. El impedimento para lograrlo no es técnico sino social. Es la naturaleza de las relaciones de poder social y la consiguiente estructura de intereses sobre la cual se erige el tipo de sociedad en que hoy vivimos. La disyuntiva es clara: o somos capaces de acabar con el capitalismo y abrir paso a una sociedad democrática y solidaria o el capitalismo terminará acabando con todos y cada uno de nosotros.